Reportaje publicado en el diario Crítica de la Argentina el 9 de noviembre de 2008 (picando en el título se llega a la nota original)
Fue cadete en la sastrería de su padre. Vendió baldes y palanganas de plástico. Fue verdulero mientras estudiaba sociología. Siempre vivió en el Bajo Flores y se queja de que el barrio “cambió mucho”. Peronista biológico, dice que le gusta estar con los jóvenes.
Sólo basta saber la cuadra donde vive para encontrar su casa. Arriba de la puerta hay dos grandes placas, una de mármol y otra de bronce, en memoria de su madre, Ángela María Aieta, desaparecida en 1976, y de su hermano Salvador Jorge, desaparecido en 1979. La vivienda de donde se llevaron a su mamá se ha transformado en un gran laberinto. Al fondo hay un bonito jardín de más de veinte metros por el que corretean su perro Pilu y sus tres gatos. En el quincho, con un árbol de Navidad postrado en un rincón y tres cuadros de fotografías en movimiento de Perón y Evita realizados por el fotógrafo Roberto Graciano, el diputado nacional Juan Carlos Dante Gullo señala risueñamente: “Ahora estoy solo en esta casa y me siento muy bien. Una vez que uno se acostumbra… Claro, no es fácil vivir solo, pero más complicado es convivir con una mina”.
–Usted siempre vivió en el Bajo Flores, ¿qué fue lo que más cambió en el barrio desde su niñez hasta hoy?
–Muchas cosas. Nací en esta misma casa y tengo muy presente lo que significaba la cultura del trabajo y el respeto a lo que era el trabajador, porque muy cerca de acá había fábricas muy grandes. Además, el barrio era un referente fuerte. Los vecinos te daban consejos o te retaban, y si tus padres salían, era más seguro dejarte en la vereda.
–¿A qué jugaba?
–A las figuritas, la bolita, la pelota. Cuando era pequeño, en la esquina de Cobo y Cachimayo, a las dos de la tarde me paraba a mirar la salida de los trabajadores de la fábrica metalúrgica Volcán. Se admiraba mucho al que trabajaba. Me acuerdo de que una vez escuché que unas vecinas dijeron: “Cacho, el hijo de doña Sofía, es vago”. “¿Cómo?”, dije yo. Por ahí, el pobre Cacho era un bohemio, que no jodía a nadie. (Risas) Pero la palabra “vago” tenía un peso tremendo en esa época. También me acuerdo de que estábamos rodeados de clubes. Eran clubes muy importantes. Tenían una dinámica tremenda y había muchas actividades. Yo iba a mirar cómo se practicaban deportes. En ese momento, la gente en los barrios tenía acceso a todo.
–¿Sólo miraba?
–Sí, porque cuando era muy pequeño muchos de esos clubes cerraron. Después del 55 hay muchas cosas que se fueron perdiendo. Me acuerdo de que antes te quedabas sentadito en la vereda y a ciertas horas veías a la gente que iba al cine. Eso desapareció. Me acuerdo de que mi papá decía: “Vamos a Boedo”, ¡y era lo más!
–¿Aún conserva amigos de cuando era chico?
–En realidad, muchos de esos amigos y compañeros ya no están. En esa época, uno conocía a todos los flacos y las barras. Cada esquina era un lugar de reunión.
–¿Usted tenía su barra?
–Sí, sí, me llevaba bien con todas las esquinas. (Risas) Luego, muchos de esos chicos fueron amigas y amigos que me acompañaron en la militancia, otros agarraron otro camino; en el juego del vigi-ladrón, eligieron ser ladrones. (Risas)
–¿Cómo fue su adolescencia?
–Mi padre era sastre y mi madre, ama de casa, pero nos obligaron a todos a estudiar. Incluso cuando era chico, mi mamá me mandaba a inglés, pero yo me hacía la rata porque los pibes del barrio me cargaban. (Risas) “¿Cómo vas a estudiar inglés? Dejate de joder”, me decían. Y a mi hermano menor lo mandaron a estudiar piano. Duró cinco minutos. La profesora estaba acá a la vuelta y tenía que pasar por la esquina.
–¿Qué tal le iba a usted con las chicas?
–Tenía buena onda, pero sufría la saña, la “envidia” y el machismo de mis amigos. Si se me ocurría ir al Parque Chacabuco con una chica, me decían: “¡Eh, mariquita!”. Eras una porquería. Después, uno sufría eso, porque a los 17 o 18 comenzabas a ver la cosa de otro color.
–¿De qué trabajaba?
–De cadete en la sastrería donde estaba mi padre.
–¿Ése fue su primer trabajo?
–No, cuando era chico hice de todo. Vendí fuentones, baldes y palanganas de plástico por todo el Gran Buenos Aires.
–¿Iban de puerta en puerta tocando timbre?
–Íbamos con una camioneta, nos dejaban en una zona y nos distribuíamos las cuadras. Caminábamos desde la mañana a la tardecita. Después, con mi hermano menor y con un amigo del barrio, íbamos a vender cohetes los 23 y los 24 de diciembre a la avenida Sáenz. Laburábamos dos o tres días con la clásica mesita con caballetes. No era la pirotecnia de ahora. Cañitas voladoras, estrellitas, cepitas, cohetes fósforo, eso vendíamos. Los morochos se caían de las veredas y te compraban todo. Con la plata que nos ganábamos esos días, tirábamos todo el verano. ¡Era una cosa de locos! Estábamos hasta las doce de la noche y mi hermano mayor estaba esperándonos porque en mi casa el 24 y el 31 a la medianoche eran sagrados. Después empecé a laburar de cadete y luego mi padre puso una frutería y verdulería y comencé a trabajar con él. Iba al Spinetto o al Abasto a hacer las compras y me encantaba.
–Sé que no le gusta hablar mucho de cuando estuvo preso, pero cuénteme cuáles eran sus pensamientos más recurrentes durante esos ocho años y ocho meses.
–Sabíamos que cada vez que llovió, paró. Uno tenía que tener conducta, no pisar el palito, no concederles nada a los uniformes, y eso iba de la mano de una visión de la vida. Pensaba en cómo hacía mierda la dictadura, en cómo generar una política que fuera de transformación real, pero todo eso estaba acompañado de otras cosas. Ahí me acordaba de todas las comidas, de todas las chicas que había conocido y de las que no había conocido pero había visto. Nos autoimponíamos no cagarnos de risa porque se suponía que estábamos mal.
–Usted es padre de cuatro varones, ¿qué actividades comparte con sus hijos?
–Vamos a almorzar, a cenar o nos reunimos acá. No hay temas que no se puedan hablar. Cuando yo era chico, en mi casa era igual. Se hablaban todos los temas. No había temas tabúes. Política, laburo, estudio, incluso hasta sobre relaciones sexuales. Yo soy de la generación que hicimos raya y a otra cosa. No amor libre, pero... No era amor pero era libre. (Risas) Y con mi hijo menor he aprendido a ir a los recitales.
–Su mamá y uno de sus hermanos están desaparecidos, ¿qué recuerdos tiene de ellos?
–Estoy orgulloso. Son todos recuerdos muy lindos. Con mi hermano tenía una relación que superaba la relación hermano-hermano. Éramos muy amigos. Con Jorge vendíamos los cohetes, las cosas de plástico, etc. Y mi vieja era un ser extraordinario. Me la acuerdo cocinando y diciéndonos que teníamos que prepararnos y capacitarnos.
–¿Cómo se rearmó la familia sin ella?
–Yo estaba preso en Sierra Chica y me enteré por un uniformado amigo de que había pasado algo. Al otro día, me trajeron un diario Clarín y en la última página estaba el recurso de hábeas corpus. Luego recibí a mi hermano mayor y a mi viejo. Yo sentía que era mi culpa. Le mandé una carta a Harguindeguy por un penitenciario, donde le decía: “La cosa es conmigo, cambiemos la figurita, hagan algo conmigo pero devuelvan a mi vieja”. Desgraciadamente, pasó lo que pasó. Pero jamás la familia me recriminó nada.
–¿Usted todavía siente culpa?
–No. Cuando salí en libertad decidí no hacer una cuestión personal del tema. Quiero que a mi mamá y a mi hermano se los reivindique en función de lo que dieron junto con todos los demás.
Lejos de quedarse anclado en las pesadumbres del pasado, Gullo festeja la vida. Bronceado y con el porte de un cantante de tangos, remarca que tiene “un feeling especial con la juventud”, y afirma: “Me gustaría poder trasmitirles a las nuevas generaciones que la vida hay que vivirla con pasión y a fondo”.
–¿Va al cine?
–No. A mí me cagó el zapping y la televisión. (Risas) Miro tele y a los 15 minutos, cambio. No me engancho con un programa entero, salvo algunos noticiosos.
–¿Qué le gusta ver en la tele?
–Noticiosos y algunos programas políticos. De vez en cuando miro un partido de fútbol.
–Dígame alguno de sus defectos.
–En el plano político-ideológico y de la militancia soy muy leal, en el plano del trabajo soy consecuente y hago las cosas, y por ahí en el plano sentimental, como buen geminiano, soy más travieso. (Risas) En realidad, eso dicen. Yo creo que hago todo bien.
–¿Cree en la influencia de los signos?
–No. (Risas) Pero me cae como anillo al dedo.
La billetera
No usa billetera, sólo un portadocumentos, donde lleva algunas tarjetas personales, una de débito, dos de crédito, la licencia de conducir, el carné de la prepaga, una tarjeta de seguro médico, otra del ACA y la tarjeta para el ascensor de la Cámara de Diputados.
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